2014_La Bienal de La Habana en el ojo del huracán

La Bienal de La Habana en el ojo del huracán

Cuando un vuelo internacional sobrevuela Arabia Saudita, la azafata anuncia que durante ese período quedará prohibido el consumo de alcohol en el avión. Así se significa la intrusión del territorio en el espacio. Tierra = sociedad = nación = cultura = religión: la ecuación del lugar antropológico se reinscribe fugazmente en el espacio. Reencontrar el no lugar del espacio, un poco más tarde, escapar a la coacción totalitaria del lugar, será sin duda encontrarse con algo que se parezca a la libertad.

Marc Augé, Los «no lugares» espacios del anonimato. Una antropología de la sobremodernidad.

Biennial World Tour

La última década ha traído consigo un ingente volumen de proyectos editoriales, foros de discusión académicos y monográficos en publicaciones especializadas en arte y cultura dedicados en exclusiva a repensar los formatos expositivos y los modelos de ferias y bienales en tanto espacios primados de circulación del arte contemporáneo en una situación global. La proliferación de estos eventos cada dos años en los rincones más insospechados del planeta a finales del siglo XX, convertiría a las bienales en uno de los sucesos más importantes, a la vez que polémicos, en los escenarios deslocalizados y efímeros donde se suceden las plurales representaciones del arte contemporáneo. Al mismo tiempo, la consolidación en los años noventa de esta tipología de exhibición que responde a la lógica estructural del capitalismo tardío, alimentaría el propio sistema institucional del arte y las demandas de un consumo que aúna geografía y turismo como fórmula de marketing en la industria de la cultura.

Si en el siglo XIX fueron los museos, los salones nacionales y las muestras universales los lugares en los que se llevaba a cabo la representación orgullosa de las ideologías del Estado nación, en contextos post-Guerra Fría -atravesados por desplazamientos transfronterizos, multiplicación de las diásporas y redistribución de los mapas-, el conocimiento sobre subjetividades cuya performatividad deviene contingente, no parece algo favorable a ser fijado dentro de los cánones de la exposición permanente. Las bienales se propagaron como hongos con funciones reproductivas y vegetativas en relación con el sistema internacional del arte, es decir, para amplificar una red global de circulación y mantener dentro de los límites de ese circuito legitimado el status quo del mainstream. Nombres (topónimos) como los de las bienales de Cuenca, de la malograda Johannesburgo, o de Estambul, Dakar, Sharjah, Shanghai, Taipei, Singapur, Tirana, Bucarest, Gwangju, son algunos de los ejemplos de la diseminación vírica de este complejo expositivo inserto en la dinámica transnacional del arte contemporáneo.

Como espacios de relacionalidad, visibilidad, institucionalización y mercado, las bienales de arte contemporáneo parecen situarse en esa zona ambivalente de deseo que proclamara Mar Augé para describir la transitoriedad de la vida entre lo local y lo global en la sobremodernidad. Nada sugiere negar la evolución de estos certámenes como tiempos/espacios de excepción en la cotidianidad de una comunidad, que por unos días interrumpe su ritmo de trabajo habitual para entregarse a la orgía desenfrenada de intercambios simbólicos –y de capital efectivo- en el asentamiento temporal de una “red social” que se va moviendo con la “Biennial World Tour”. Es en estos lugares transitorios donde hoy se codifica el consumo de la cultura visual, en ellos se prescribe cuáles imágenes van a ser capturadas en las pantallas de cámaras digitales y smartphones para instantáneamente ser subidas a través de distintas aplicaciones a otras redes sociales en las que esas fotografías se van a “compartir” y distribuir en todas las zonas del planeta conectadas a Internet. El sistema de bienales internacionales restituye en la actualidad la metáfora colonial del viaje de “descubrimiento”, al tiempo que contribuye a la “invención” de cada uno de los sitios donde acontecen estos programas a medio camino entre la difusión de las políticas culturales locales y la corrección política del campo artístico. En el imaginario colectivo que se construye a partir de estas citas –a las que ni siquiera es preciso asistir físicamente porque las fotografías digitales nos permiten estar allí a través de los ojos de otros-, Cuenca, Sharjah, Tirana o Gwangju, devienen lugares cuya esencia es “mágicamente” sintetizada dentro de las salas de exposiciones y en los ambientes exóticos que simula la parafernalia turística de turno para agasajar a comisarios, artistas, directores y conservadores de museos, galeristas, coleccionistas y otras especies del ecosistema del arte en sus migraciones anuales por la “geografía bienalística”.

La Bienal de La Habana, pese a su agónica historia como un macro-evento que se gestiona desde la absoluta precariedad y bajo la estricta vigilancia del régimen político de la Isla, es uno de los destinos privilegiados dentro del itinerario planetario de estas exposiciones. A pesar de su anárquica temporalidad, las agendas del arte no suelen encontrar demasiados inconvenientes para ajustarse repetidamente al azaroso calendario que dicta la siempre bella y ruinosa Habana. Quizás, en esa predisposición a retozar en ella cuando por fin abre sus cansadas piernas, ha influido el que sea no sólo una de la bienales más antiguas de las que están activas en el mundo, sino la más renombrada de las que acontecen en el ámbito del Caribe; y que a fecha de hoy pueda conservar el halo de seducción que todavía tiene para los intelectuales de izquierda -especialmente en Estados Unidos, Europa y América Latina- la utopía de la Revolución Cubana y la idea de un “socialismo postcolonial en el Caribe” (Rafael Rojas).

Es ese componente mítico de la Revolución Cubana el que interviene en el gesto fundacional de la Bienal, algo que relata con exceso de detalles Llilian Llanes, quien fuera su directora entre 1986 y 1999, en el libro Memorias: Bienales de La Habana. 1984-1999 (ArteCubano Ediciones, La Habana, 2012). El Centro de Arte Contemporáneo Wifredo Lam –entidad a cargo del desarrollo del certamen- y la Bienal de La Habana surgieron paralelamente como dos proyectos de investigación y promoción de las artes visuales del llamado Tercer Mundo, por iniciativa de la dirección política del país y como una manera de homenajear la figura de Wifredo Lam tras su muerte en 1982. Desde el concepto genésico del evento quedó planteada su naturaleza decolonial y su existencia como alegato político y sociocultural de los países del sur, periféricos, subdesarrollados o en vías de desarrollo, utilizándose un vocabulario muy común en la época. Evidentemente, la propuesta de una exposición de ese tipo, que contrastara con los dos ejemplos de bienales emblemáticos en ese momento, Venecia y Sao Paulo, mostraba los signos de la política cultural, la ideología y las nociones estéticas sobre el arte en un país envuelto en los últimos coletazos de la Guerra Fría y las guerras en África.

Llanes ha comentado que la búsqueda de un modelo propio para la Bienal de La Habana pasaba por desdeñar la tipología veneciana, basada en la representación de los pabellones nacionales, por cuanto las mínimas relaciones del gobierno cubano en materia de política exterior más allá del campo socialista, eran un obstáculo insalvable para una gestión amparada en la diplomacia. Por otra parte, muchos de los países a los que hipotéticamente debía dirigirse esta nueva bienal de las periferias, apenas contaban con una estructura institucional de respaldo a sus artistas. Sin embargo, la curadora menciona como un referente imprescindible la sección Aperto introducida por Achille Bonito Oliva y Harald Szeemann para incluir artistas emergentes de todo el mundo en la Bienal de Venecia de 1980. Mientras que el caso paulista tampoco era adecuado a los propósitos anticolonialistas con que se pensaba la muestra, debido a la casi exclusiva participación en el mismo de creadores de Europa occidental y Estados Unidos como una dinámica de importada modernización hacia Brasil. La Bienal de La Habana se convirtió en reflejo de una cartografía geopolítica y del contexto histórico en los años ochenta del pasado siglo. Su perspectiva de abordar las creaciones plásticas de América Latina y el Caribe, Asia, África y Oriente Medio, si bien partió de limitaciones objetivas desde el ámbito económico y del discurso político, se convirtió en el signo distintivo de un foro que en la práctica iría revelando algunas de las discusiones fundamentales que los estudios postcoloniales y los estudios subalternos estaban suscitando en plazas académicas de Estados Unidos e Inglaterra; al tiempo que establecía un punto de encuentro y visibilidad para las prácticas artísticas de regiones absolutamente excluidas del eje de la mirada occidental, y sometía a debate el concepto mismo de “arte contemporáneo” desde las epistemologías otrizadas.

Un proyecto decolonial

Mención especial merecen los coloquios y eventos teóricos de las bienales de La Habana, por la importancia que han tenido como espacios donde compartir un conocimiento que ha abierto brechas desde los márgenes hasta el centro del sistema de circulación del arte. En estos foros han intercambiado experiencias, entre otros intelectuales: Geeta Kapur, Robert Farris Thompson, Pierre Restany, Nelly Richard, Néstor García Canclini, Eduardo Galeano, Rachel Weiss, Ticio Escobar, Iván de la Nuez, Shifra Goldman, Guy Brett, Antonio Zaya, Kevin Power, Paul Ardenne, Ery Camara, José Luis Brea, Catherine David, Wolfang Becker y Nicolás Bourriaud.

Desde la Conferencia Internacional -organizada por Gerardo Mosquera- dedicada a Wifredo Lam en la 1ª Bienal, en la que se puso énfasis en la dimensión africana de su obra o en sus filiaciones con el surrealismo, hasta el último foro de expertos tutelado por Dannys Montes de Oca en la 11ª Bienal (2012); la simple enumeración de algunos de los tópicos que han ocupado los debates críticos y teóricos en sucesivas ediciones, bastaría para dar cuenta de los descentramientos, deconstrucciones y contra-narrativas que definen el pensamiento postcolonial, decolonial o antihegemónico del proyecto intelectual que encarna este tormentoso idilio habanero con el arte. La conferencia de la 2ª Bienal, focalizada en el Caribe, abordó problemas como el mestizaje cultural, las polémicas e imprecisas taxonomías entre arte “culto” y popular o la función social del arte.

Una de las novedades que introdujo la 3ª Bienal en 1989 fue la elección de un tema curatorial y el formato de ensayo como eje de la muestra central, algo inusitado dentro de la tipología expositiva de las bienales y uno de los aportes medulares del proyecto, que con el tiempo se convertiría también en su talón de Aquiles por la reiteración de discursos y la tendencia a la abstracción de los enunciados. No se puede obviar tampoco que a partir de su segunda aparición, la organización de las exposiciones estuvo a cargo de un equipo curatorial fijo del Centro Wifredo Lam –algo también peculiar en relación con sus homólogas internacionales-, distribuido por áreas geográficas de investigación y que ha mantenido –salvo la salida de algunos de sus miembros, entre ellos Gerardo Mosquera, Magda Ileana González-Mora y Eugenio Valdés Figueroa (África), Hilda María Rodríguez (Asia), Juan Antonio Molina o la propia Lliliam Llanes- cierta estabilidad, condicionada a la función de sus componentes dentro de la estructura de la institución y la dependencia de la misma del Consejo Nacional de las Artes Plásticas (CNAP). De modo que ha sido este colectivo de trabajo –con la invitación a otros comisarios cubanos y extranjeros en la medida que las sedes del evento se extendían por la ciudad- el encargado de dar forma a los contenidos de cada Bienal. Es imprescindible mencionar a algunos de los que más tiempo han resistido los embates y avatares que ha sufrido esta suerte de Odisea del arte en los márgenes: Nelson Herrera Ysla, José Manuel Noceda (Caribe y Centroamérica), Ibis Hernández y Margarita Sánchez (Sudamérica).

Marcos Lora Read. "Cinco carrozas para la Historia". 1991
Marcos Lora Read. «Cinco carrozas para la Historia». 1991

El primero de los títulos para las “muestras-ensayo” fue Tradición y contemporaneidad en el arte del Tercer Mundo; mientras que en la 4ª edición el enunciado planteaba El desafío de la colonización. En esta Bienal –realizada en la víspera de las celebraciones en España del controversial V Centenario del Descubrimiento de América- se exhibieron obras míticas que situaron en el centro del discurso del arte un debate en torno al racismo como condicionante de la empresa colonial. Es el caso de las Cinco carrozas para la Historia, del dominicano Marcos Lora Read (1991), que rescataba del olvido los nombres de hombres y mujeres desplazados forzosamente desde África a través de la violencia de la trata esclavista, hacinados en barcos que triangularon el Atlántico para configurar los territorios coloniales en los mapas del sistema mundo moderno capitalista.

Marcos Lora Read. "Cinco carrozas para la Historia". 1991
Marcos Lora Read. «Cinco carrozas para la Historia». 1991

También es en esta Bienal cuando se introduce la sede de las antiguas fortalezas militares coloniales del Castillo de los Tres Reyes Magos del Morro y San Carlos de la Cabaña, que posibilitarían acentuar el carácter de exposiciones personales y Project Rooms de algunos trabajos. Si bien desde la 1ª Bienal un segmento de las muestras se desarrolló en instituciones culturales que ocupaban antiguas casonas coloniales en el casco histórico de la ciudad, serían esas dos nuevas locaciones, con su impronta historicista, las que se convertirían por azar en los contenedores de mayor carga simbólica dentro del contexto expositivo de la Bienal de La Habana. Como un juego temporal, el emplazamiento de esas prácticas artísticas en una arquitectura representativa del poder colonial, unido al tema de la 4ª Bienal, devino un guiño cuando menos curioso sobre la agencia política de las voces subalternas.

 Después del nada concreto titular de la 5ª edición, Arte, sociedad y reflexión, la 6ª cita, siguiendo las ideas sobre las marcas de la colonialidad y como un balance a casi una década de la caída del campo socialista, planteó reflexionar sobre El individuo y su memoria. Ello pondría en evidencia una serie de construcciones estéticas en las que el objeto era protagonista y que apelaban al reciclaje de prácticas culturales tradicionales, a soportes de archivo, a la deconstrucción de las narraciones de la Historia, a recursos intertextuales y apropiaciones, a referencias autobiográficas y distintas herramientas documentales, muy socorridas hacia finales de los años noventa. El reclamo de la 7ª Bienal era Uno más cerca del otro y a la par de introducir un debate sobre la comunicación en la era global y las mediaciones de la tecnología en los procesos de conocimiento intersubjetivos, prestaba especial atención a las políticas de la diferencia. Pretendía reflexionar sobre las situaciones de desequilibrio que precisamente atravesaban diversas minorías y las regiones a las que convocaba el evento, como resultado de los flujos de producción, distribución y consumo de la información en las sociedades postindustriales. Progresivamente, entre las 8ª y 11ª bienales, esos statements curatoriales alimentaron la vaguedad de sus definiciones: El arte con la vida, Dinámicas de la cultura urbana, Prácticas artísticas e imaginarios sociales.

En 2009, a veinticinco años de su nacimiento, en su décimo llamamiento bajo el lema Integración y resistencia en la era global, el evento daría un giro interesante. En el texto de convocatoria se explicaba de modo explícito el necesario cambio del enfoque primado de las regiones del sur y de sus diásporas por la búsqueda de una participación global dentro del certamen, más plural e inclusiva en términos geopolíticos, que tuviese en cuenta la presencia reiterada de artistas de los países desarrollados en las anteriores bienales; así como las transformaciones de la escena política, social y económica a escala internacional. Para justificar el reposicionamiento de las que habían sido las bases fundacionales de la Bienal de La Habana bajo la impronta del espíritu de solidaridad y liderazgo de la Revolución cubana hasta los años ochenta en el hemisferio sur, se refería el crecimiento del sur global y la precarización de la vida en regiones del norte; así como la pujanza económica de países como India y China es ese movedizo orden mundial. En cualquier caso, haciendo una lectura de ese alegato de adaptación al presente y ruptura con el discurso “tercermundista” y épico de la política exterior cubana frente a las fuerzas del capitalismo global, lo que sin dudas anunciaba esa reorientación en los objetivos de la Bienal, era por un parte la vocación de continuidad de la misma; y por otra, los cantos de sirena de una esquiva y añorada transición en la Isla.

En cuanto al impacto en la región, sin dudas la Bienal funcionó durante los noventa y los dos mil como una suerte de termómetro que permitía medir la potencia de la creatividad en determinados países de América Latina y el Caribe por el volumen de sus representaciones en cada cita, la actualidad de los discursos contenidos en las obras de sus productores y los medios experimentales con que estaban trabajando. Tal es el caso de México, Argentina, Venezuela, Colombia, Brasil, Chile, Uruguay o República Dominicana; lo cual situó en los escaparates del circuito el nombre de artistas como Betsabeé Romero, Helen Escobedo, Liliana Porter, Leandro Katz, José Antonio Hernández Diez, Doris Salcedo, Nadín Ospina, María Fernanda Cardoso, Ernesto Neto, Martín Sastre, Carlos Capelán, Tony Capellán, Raúl Recio o Jorge Pineda, por hacer una rápida enumeración. Al mismo tiempo, se llamaba la atención sobre movimientos estéticos que surgían de las necesidades políticas de sus respectivos contextos sociales y de la utilización inteligente de lenguajes de neovanguardia, como el caso del conceptualismo argentino y de figuras ya entonces relevantes como Víctor Grippo o León Ferrari.

Tania Bruguera. "El peso de la culpa". Performance, 4 de mayo de 1997, La Habana.
Tania Bruguera. «El peso de la culpa». Performance, 4 de mayo de 1997, La Habana.

Algunos de los indicios que sobre las artes visuales permitieron recopilar las sucesivas bienales en esas dos décadas, denotaban la pujanza de la fotografía latinoamericana a través de propuestas como las de Cecilia Paredes, Manuel Piña, Juan Carlos Alom, Marta María Pérez Bravo, Sebastião Salgado, Mario Cravo Neto, Óscar Muñoz, Rosângela Rennó, Tatiana Parcero, Luis González Palma o Víctor Vázquez. Sin embargo, a pesar de contar en su historia con importantes desarrollos performáticos, entre los que sobresalen los protagonizados por Tania Bruguera con El peso de la culpa (1997), por Coco Fusco con El último deseo (1997), por Francisco Casas y Pedro Lemebel en Las Yeguas del Apocalipsis (1997), o por Manuel Mendive en diferentes actos inaugurales del certamen, no sería hasta la 8ª Bienal cuando se dedicaría especial atención a este lenguaje. Esto es algo que resulta particularmente preocupante por la envergadura de estas expresiones en el arte latinoamericano y caribeño; aunque por otra parte deviene casi lógico si se tiene en cuenta la energía política de estas prácticas y la dificultad de los organizadores –máxime en un contexto tan vigilado como la bienal cubana- para controlar las representaciones e improvisaciones de este tipo de manifestaciones, y mucho menos preveer las reacciones del público. También resultaba evidente la creciente dimensión de las poéticas de género, especialmente de los discursos feministas. Mientras que con enormes limitaciones, por las dificultades de comunicación en la época y los conflictos civiles de algunas regiones del continente, se fueron perfilando líneas de fuga que pusieron en perspectiva producciones poco conocidas fuera de sus ambientes locales, como ocurrió con muchos de los creadores provenientes de países africanos. Se puso énfasis en la labor de autores imprescindibles como El Anatsui, Fernando Alvim, Antonio Ole, Rachid Koraïchi, Sokari Douglas Camp, Penny Siopis. En otros casos, la Bienal acogió firmas reiteradas hoy en los encuentros del arte contemporáneo, como las de José Bedia, Pablo Helguera, Humberto Vélez, Edouard Duval Carrié, Mona Hatoum, Shirin Neshat, Sue Williamson, Jane Alexander, William Kentridge, Kendell Geers, Rasheed Araeen, Sunil Gupta, Can Altay, etc.

Tania Bruguera. "El peso de la culpa". Performance, 4 de mayo de 1997, La Habana.
Tania Bruguera. «El peso de la culpa». Performance, 4 de mayo de 1997, La Habana.

La Bienal ha permitido llevar a escena un conjunto de síntomas culturales y experiencias artísticas que simultáneamente estaban experimentándose desde diferentes contextos locales y entre los que se verificaban interesantes puntos de contacto, problemáticas afines y soluciones que podían transferirse y adaptarse como herramientas y recursos comunes. Se trataba de crear una red sur a sur que se multiplicara hacia el norte como un rumor subversivo, desplazando la mirada hacia aquellas prácticas hasta entonces despreciadas e infravaloradas por ocurrir más allá de los centros. Producciones marginales no sólo por el lugar donde acontecían, sino por la posición que ocupaban dentro de una axiología en la que signos como hibridación, popular, sincretismo, eran enclaustrados dentro del perímetro coercitivo de la tradición, con el consiguiente estigma que ello suponía para la comprensión de determinadas expresiones dentro de las restringidas nociones occidentales de arte contemporáneo y la imposibilidad de su acceso a los recintos auráticos del museo moderno. La Bienal ha prevalecido como una apuesta por el descentramiento de la escena global y transnacional del arte, una desviación de las rutas de circulación agrupadas en el hemisferio norte y occidental, que ha germinado en nuevos nodos de visibilidad en la cartografía postcolonial.

Institucionalización del campo artístico cubano y politización de la Bienal

Pero la relevancia de la Bienal de La Habana –o de las bienales de La Habana, porque son tantas como sus ediciones, y por otra parte también se pluraliza en la forma que se expresa el evento en sus ramificaciones por la ciudad, llegándose a hablar de una contra-bienal o del circuito alternativo de la Bienal, con todas las connotaciones políticas que ello puede tener en un sistema totalitario-, hay que buscarla en la diversidad de lecturas que ha generado un encuentro de esta naturaleza según los escenarios geopolíticos que interpelan sus discursos y los agentes que son convocados por ella. Se ha convertido en el acontecimiento de mayor trascendencia para el Nuevo Arte Cubano, al conformar una plataforma de visibilidad y promoción de máximo impacto. Algo que demuestra la trayectoria de artistas como Kcho, Los Carpinteros, Tania Bruguera o Carlos Garaicoa en los circuitos del mainstream. Autores que irrumpieron con extraordinaria fuerza en el ambiente de la Bienal, recién egresados del Instituto Superior de Arte (ISA), para tomar el relevo de la generación creativa predecesora que había protagonizado a inicios de los noventa un éxodo masivo.

Un aspecto fundamental en este sentido es la repercusión de la Bienal en la apertura de una situación de mercado para el arte cubano contemporáneo a través de la presencia continuada en sus diversas ediciones –salvo durante la administración del republicano George W. Bush, a inicios de los 2000, cuando se recrudeció el embargo hacia Cuba, prohibiéndose los viajes culturales y académicos- del coleccionismo privado e institucional norteamericano y el trabajo de la Fundación Ludwig de Cuba en la organización de recorridos por los distintos emplazamientos en los que acontece el evento: oficiales, colaterales y alternativos. Este escenario de incipiente entrada al mercado occidental por parte del arte contemporáneo cubano a través de la 5ª Bienal, en el año 1994, fue resumido por Luis Camnitzer en el ensayo “La Bienal de las utopías” (Bienal de La Habana para leer. Compilación de textos, Universitat de València, 2009). El artista y crítico uruguayo -testigo cómplice y riguroso analista de casi todas las ediciones del evento- se lamentaba de lo que describía como la victoria del componente ferial sobre el carácter de salón de la Bienal y la aparente conversión de la misma en una arena para la adquisición de obras de vanguardia a bajos precios, tal como lo había expresado Alex Rosenberg en una de las mesas redondas del evento teórico de ese año. Recordemos que es durante esta Bienal cuando Kcho expone la emblemática instalación Regata, convertida por los acontecimientos históricos que se precipitaron en el verano de 1994 -conocidos como la “crisis de los balseros”-, apenas tres meses después de haberse inaugurado la exposición, en una metáfora hiriente sobre el grado de crisis existencial en la sociedad cubana a fines del siglo XX. Esta obra devendría en icono de los discursos sobre la emigración, los desplazamientos, los viajes, las utopías escapistas y las quimeras de libertad, tan abundantes en un mundo global y post-comunista.

Kcho. "Regata". 1994.
Kcho. «Regata». 1994.

Tampoco se puede obviar la relevancia de la Bienal como plataforma pedagógica en lo que concierne a su relación con las escuelas de arte de la capital cubana, especialmente con el ISA, que desde la 2ª Bienal funge como una de las sedes de las muestras colaterales a través de exposiciones de sus alumnos; y como destinatario de algunos de los talleres que reconocidos artistas han impartido durante el evento. Fruto de esa relación y de la presencia de distintos proyectos pedagógicos que reverdecieron en el ISA en esos años –el colectivo Enema, tutorizado por Lázaro Saavedra, el Departamento de Intervenciones Públicas (DIP), bajo la coordinación de Ruslán Torres-, fue el premio concedido por la UNESCO a Galería DUPP (Desde una Pragmática Pedagógica, el tercer experimento en su tipo que realizara René Francisco Rodríguez con promociones del ISA) por la instalación 1, 2, 3, Probando (2000). La obra estaba compuesta por un conjunto de micrófonos de hierro ubicado sobre las almenas del Morro. Parapetados en esa posición defensiva, estos objetos parecían renunciar a su función de traducir el grito de angustia de la ciudad que tenían en frente, al otro lado de la Bahía de La Habana. En el paisaje de silencio, de decrépita belleza, sólo irrumpía el ruido de las olas batiéndose contra los muros de la fortaleza, mientras las voces de los habitantes del lugar se perdían en el abismo sordo del poder.

Uno de los efectos negativos que la sobre-exposición de las jóvenes promociones del ISA ha tenido en las bienales de La Habana, incluso cuando todavía los estudiantes se encuentran en los primeros años de la licenciatura de artes plásticas, ha sido la búsqueda de fórmulas enfocadas al mercado, con la consiguiente pérdida de una voluntad de experimentación dentro de plurales lenguajes por parte de algunos creadores en pleno proceso formativo. No es absurdo pensar que en esa tendencia haya influido el notable éxito que a partir de la 5ª Bienal tuvieron algunos de los artistas que egresaron de la institución académica a principios de los noventa. Tomemos de ejemplo el ascenso meteórico de Kcho, cuya Regata fue adquirida por Peter Ludwig durante la itinerancia de una versión de esa Bienal en el Forum Ludwig (Aachen, Alemania). Entre 1994 y 2001, Kcho recorre las bienales de Johannesburgo, Sao Paulo, Kwangju, Estambul, Sidney, Dak’Art’, Venecia, la Bienal del Caribe y participa casi todos los años en ARCO; es fichado por Barbara Gladstone Gallery (New York), el MOMA adquiere un dibujo suyo y tiene exposiciones personales en The Museum of Contemporary Art, MOCA (Los Angeles), la Galerie Nationale du Jeu de Paume (París) y el Museo Nacional Centro de Arte Reina Sofía (Madrid).

Galería DUPP. "1, 2, 3 probando". 2000.
Galería DUPP. «1, 2, 3 probando». 2000.

Otro de los elementos contradictorios en relación con la convocatoria de la Bienal desde sus  primeras ediciones, es que incluía las diásporas de países latinoamericanos, caribeños, asiáticos, africanos y del Medio Oriente; mientras que el reconocimiento de esas producciones no era extensivo al propio exilio cubano. No fue hasta 1997, en la 6ª edición, que se comenzó a romper ese cerco con la inserción de Ernesto Pujol (Cuba / EE.UU.) y Rosa Irigoyen (Cuba / Puerto Rico) en la nómina oficial del certamen. No obstante, artistas que habían emigrado entre los ochenta y los noventa, tendrían que esperar más tiempo para ser invitados a la Bienal, como María Magdalena Campos-Pons, que tras haber participado en las primeras muestras, no volvió hasta la 11ª, en 2012. Con este dato nos adentramos en una de las líneas de análisis más sugerentes y polémicas respecto a la evolución del evento, el cual ha seguido un camino paralelo al de la política cultural y exterior del régimen, así como a los momentos de institucionalización del campo artístico nacional y las tensiones en su interior.

La Bienal ha sido la palestra donde han ocurrido algunos de los ejercicios de censura política de mayor repercusión para los artistas cubanos, aunque no sólo éstos han sido el objetivo de los mecanismos represores de la Institución Arte en Cuba. Por citar apenas unos ejemplos, se recordará la censura de una serie de fotografías de Lourdes Grobet sobre la emigración cubana en México durante la 5ª Bienal; o la decisión de Alexander Apóstol y de Priscilla Monge de renunciar a participar en la 8ª muestra. En el caso del primero, porque se había cuestionado, por parte del comité organizador del certamen, el texto para el catálogo escrito por la crítica Eva Grinstein sobre el vídeo Caracas Suite (2003) del artista venezolano; para lo que se argumentaba que el contenido de dichas palabras podía dañar la sensibilidad de las relaciones oficiales entre Cuba y Venezuela. Mientras que con la instalación La sangre numerosa –una cita del poema homónimo de Nicolás Guillén sobre la heroicidad del combatiente cubano Eduardo García Delgado, muerto durante los ataques aéreos que iniciaron la invasión de Playa Girón-, de la creadora costarricense, ocurrió algo parecido, ya que el texto de la comisaria Clara Astiasarán que acompañaba la propuesta enviada al equipo curatorial, resultó controversial por su apropiación de un pasaje histórico de la Revolución cubana. Aunque el más mediático de estos sucesos, por ser también uno de los más recientes, no fue en sí mismo un acto de censura del proyecto artístico, sino un posicionamiento ideológico del colectivo curatorial del evento ante la participación del público en la obra de Tania Bruguera El Susurro de Tatlin # 6 (versión para La Habana) durante la 10ª Bienal en 2009. En un escenario cuyos elementos escenográficos remedaban el  mítico primer discurso de Fidel Castro tras el triunfo de 1959, la artista brindaba al público un podium, un micrófono y un minuto libre de censura por orador. Las reacciones de los participantes fueron plurales, y entre ellos, diferentes activistas por los derechos humanos, de los movimientos de oposición y de disímiles espacios de la sociedad civil cubana, tomaron la palabra para reivindicar su lucha cotidiana en favor de la transición democrática y la libertad de expresión en el país, incluida la reconocida bloguera Yoanis Sánchez. Inmediatamente el comité gestor de la Bienal puso en circulación un comunicado donde repudiaban lo que consideraban una instrumentalización política de la obra de arte por parte de “personas ajenas a la cultura”.

Quizás es en esta estrategia de eludir las responsabilidades políticas que el gesto artístico comporta, donde la Bienal se pone a sí misma las trampas que conllevan las negociaciones ideológicas que lamentablemente implica producir una macro-exposición de su tipo en un contexto como el cubano, donde en los últimos años se ha recrudecido la vigilancia sobre cualquier espacio que busque una expresión abierta. Pero fundamentalmente llama la atención esa clasificación de “ajenos a la cultura”, que niega rotundamente algo que ha constituido la esencia misma del proyecto desde su afortunada creación hace ya treinta años: el acceso y la legitimidad cultural al margen de exclusiones y elitismos. Más contradictorio aún resulta que a quienes se está expulsando de “los predios de la cultura” es a sus públicos.

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Parece existir un consenso entre la crítica y por parte de muchos protagonistas de la Bienal de La Habana, en considerar que ésta alcanza su consolidación -al mismo tiempo que comienza su declive- entre las 4ª y 5ª ediciones. Sin embargo, no se podría acusar de chovinismo a aquellos que hayan apuntado que desde su primera muestra ya se estaban formulando algunos de los problemas y discursos que darían notoriedad en 1989 a Magiciens de la Terre, con la explícita expansión de las convenciones estéticas de los lenguajes y los territorios geopolíticos donde se iban a construir las definiciones de artisticidad. Las prácticas simbólicas de regiones africanas, asiáticas, caribeñas y latinoamericanas que difícilmente hubiesen entrado a las colecciones de un museo, a no ser en aquellas instituciones bajo la categoría de ciencias naturales y antropológicas, accedieron por derecho propio a un espacio de visibilidad cuyos valores se supeditaban a las ideologías del campo del arte contemporáneo y daban al traste definitivamente con las clasificaciones de “arte primitivo” que trataban de acomodar todo aquello que excedía el ordenado canon visual de los modernismos eurocéntricos. Muchas de las obras que han formado parte del complejo expositivo de la Bienal, han contribuido a la metamorfosis de los paradigmas estéticos puristas asentados en las modernidades euro-norteamericanas. Quizás, el giro discursivo reside en la comprensión de experiencias, morfologías y formas de producción del arte que emergieron de contextos cuya historicidad y condición transcultural tornó inoperantes aquellos valores que transitaron desde un estatuto preautónomo hacia una autonomía fijada en la modernidad occidental como lugar excluyente. Sobre todo, es importante reconocer que la Bienal de La Habana ayudó a cartografiar las coordenadas de culturas visuales contaminadas, híbridas, sincréticas, resultantes de la herencia de formas de producción, mediación y circulación de la imagen en el sistema mundo moderno colonial.

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